lunes, 11 de octubre de 2021

San Victorino de Petovio


"En Pettau de Pannonia superior, el triunfo de san Victorino, Obispo de la misma ciudad, el cual, después de haber escrito muchos libros, según refiere san Jerónimo, en la persecución de Diocleciano fue coronado con el martirio" [1].

"Victorino, obispo de Petovio, no conocía tan bien el latín como el griego. Por eso sus obras, excelentes en cuanto al contenido, aparecen menos valiosas en cuanto a la composición literaria. Son éstas: Comentarios al Génesis, al Éxodo, al Levítico, a Isaías, a Ezequiel, a Abacuc, al Eclesiastés, al Cantar de los Cantares, al Apocalipsis de Juan, Contra todas las herejías, y otras muchas. Al final, alcanzó la corona del martirio" [2].



[1] Martirologio Romano, 2 de noviembre.

[2] San JerónimoDe viris illustribus, 74.

miércoles, 8 de septiembre de 2021

Casiodoro sobre los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis

1. Se sabe que el noveno códice contiene los Hechos de los Apóstoles y el Apocalipsis, porque está probado también que el Apocalipsis -esto es, Revelación- es del apóstol Juan.

Encontramos los comentarios en griego de san Juan, obispo de Constantinopla, a los Hechos de los Apóstoles. Con la ayuda del Señor, nuestros amigos los tradujeron en dos códices de cincuenta y cinco homilías.

2. La exposición de san Jerónimo aclara ciertamente el Apocalipsis, [libro] que conduce los ánimos de los lectores que se esmeran en él hacia una contemplación superior, y hace discernir con la mente lo que los ángeles son felices de ver.

También el frecuentemente mencionado obispo Victorino trató brevemente sobre algunos pasajes difíciles de este libro.

Y Vigilio –obispo africano– disertó acerca del sentido del milenio que se menciona en el citado Apocalipsis, lo que constituye un grave problema para muchos, con una escogida y completísima narración.

3. Incluso Ticonio el Donatista dijo ciertas cosas sobre el mismo volumen [del Apocalipsis] que no se deben rechazar; otras, sin embargo, las mezcló con los venenos de su herejía. Al leerlo, puse competentemente –a mi parecer– en todos los dichos que pude encontrar, un chresimon en los buenos, y un achriston en los malos.

Os aconsejamos que hagáis vosotros lo mismo con los expositores sospechosos, para que el ánimo del lector no se turbe confundido por la mezcla de una enseñanza nefasta.

4. También san Agustín enseñó cuidadosa y destacadamente muchas cosas sobre ese volumen en los libros de La Ciudad de Dios.

En nuestros días, el beato Primasio, obispo africano, también expuso cuidadosamente la mencionada Apocalipsis, con un trabajo minucioso en cinco libros.

A ellos se añadió el libro ¿Qué constituye a alguien en hereje?, de argumentación sumamente cauta. Estas cosas son dignas de ser ofrecidas en el templo del Señor como sacras ofrendas sobre los altares sagrados.

 

Casiodoro, Iniciación a las Sagradas Escrituras (Institutiones divinarum litterarum), ed. castellana, Ciudad Nueva, Madrid 1998, pág. 121–123. 

viernes, 6 de agosto de 2021

Menéndez y Pelayo sobre Lacunza

¿Puede contarse entre los heterodoxos españoles al padre Lacunza?



Una tradición antigua y venerable, tanto de los hebreos como de los cristianos, aceptada y confirmada por algunos padres Apostólicos y por el apologista San Justino, afirmaba que el estado presente del mundo perecerá dentro del sexto milenio. Para ellos los seis días del Génesis eran, a la vez que relato de lo pasado, anuncio y profecía de lo futuro. En seis días había sido hecha la fábrica del mundo y seis mil años había de durar en su estado actual, imperando luego justicia y verdad sobre la tierra y siendo desterrada toda prevaricación e iniquidad. Este séptimo millar de años llámase comúnmente el reino de los milenaristas o chialistas. San Jerónimo (sobre el cap. 20 de Jeremías) no se atrevió a seguir ni tampoco a condenar esta tesis, ya que la habían adoptado los santos y mártires cristianos, por lo que opina que a cada cual le es lícito seguir su propia opinión al respecto, reservándolo todo al juicio de Dios. Lo que desde luego fue anatematizado es la sentencia de los ‘milenarios carnales’, que suponían que esos mil años habían de pasarse en continuos convites, francachelas y deleites sensuales.
El parecer de los ‘milenarios puros o espirituales’ tuvo en el siglo XVIII un defensor fervorosísimo en el jesuita chileno padre Lacunza, uno de los desterrados de la Compañía, varón tan espiritual y de tanta oración, que de él dice su mismo impugnador, el P. Bestard: “todos los días persevera inmoble en oración por cinco horas largas, cosido su rostro sobre la tierra”. Murió ahogado en uno de los lagos de Alta Italia a principios de este siglo, y no parece sino que aquellas aguas ahogaron también toda noticia de su persona, aunque esta oscuridad, que no han conseguido disipar los mismos biógrafos de su orden, no alcanza a su doctrina, que tuvo largas resonancias y provocó muchas polémicas, ni a su obra capital, La Venida del Mesías en Gloria y Majestad.

La compuso en lengua castellana, pero otro jesuita americano la tradujo al latín, y así circuló por Europa. Del original hay por lo menos tres ediciones y algunos manuscritos, todos discordes en puntos muy sustanciales. La obra, desde 1824, fue incluida en el Índice de Roma, razón suficiente para que derrengara por sospecha de error. Sin embargo, no todo libro prohibido es herético. Notables y ortodoxísimos teólogos dieron su aprobación al libro del P. Lacunza, a quien consideraron sagaz y penetrante expositor de las Escrituras. Aun cuando no se considere útil su lección para todo linaje de gentes, es inevitable hacerse esta pregunta: ¿fue condenada La Venida del Mesías por su doctrina milenarista o por alguna otra cuestión secundaria?
Cierto que un teólogo mallorquín, Fr. Juan Buenaventura Bestard, comisario general de la Orden de San Francisco en Indias, combatió con acritud el sistema entero del P. Lacunza en unas Observaciones, impresas a seguida de la prohibición de Roma, en 1824 y 1825. Pero la cuestión del milenarismo (espiritual, se entiende) es opinable, y aunque la opinión del reino temporal de Jesucristo en la tierra tenga contra sí a casi todos los padres, teólogos y expositores desde fines del siglo V en adelante, comenzando por San Agustín y San Jerónimo, también es verdad que otros Padres más antiguos la profesaron y que la Iglesia nada ha definido al respecto, pudiendo tacharse, a lo sumo, de inusitada y peregrina la tesis que con gran aparato de erudición bíblica y no poca sutileza de ingenio quiere poner a salvo el P. Lacunza. Ni ha de tenerse por herejía el afirmar, como él lo hace, que Jesucristo ha de venir en gloria y majestad, no sólo a juzgar a los hombres, sino a reinar por mil años sobre los justos en el mundo renovado y purificado, que será como un traslado de la celestial Sión.
Otras debieron ser, pues, las causas de la prohibición del libro del supuesto Ben Ezra y, a mi entender, pueden reducirse a las siguientes:
1ª.- La demasiada ligereza y temeridad con la que suele apartarse del común sentir de los expositores del Apocalipsis, aun de los más sabios, santos y venerados, tachándolos desde el discurso preliminar de su obra de haber enderezado todo su conato a acomodar las Profecías a la Primera Venida del Mesías…, “sin dejar nada o casi nada para segunda, como si sólo se tratase de dar materia para discurso predicables o de ordenar algún oficio de Adviento”.
2ª.- Algunas sentencias raras y personales suyas, de que apenas se encuentra vestigio en ningún otro escriturario antiguo ni moderno, v. g., la de que el anticristo no ha de ser una persona particular, sino un cuerpo moral, y la de total prevaricación del estado eclesiástico en los días del anticristo.
3ª.- Las durísimas y poco reverentes insinuaciones que hace acerca de Clemente XIV, autor del breve de extinción de la Compañía.
4ª .- El peligro que hay siempre de tratar tan altas cosas , de misterios y profecías, en lengua vulgar, por ser ocasión de que muchos ignorantes, descarriados por el fanatismo, se arrojen a dar nuevos y descabellados sentidos a las palabras apocalípticas, como vemos que cada día sucede.
Por todas estas razones, y sin ser hereje, fue condenado el P. Lacunza, y por todas ellas debe hacerse aquí memoria de él, salvando sus intenciones y su catolicismo, y no mezclándole en modo alguno con la demás gente non sancta de la que se habla en este libro.
La publicación de la Venida del Mesías dio ocasión a varios escritos apologéticos y a nuevas explicaciones y censuras. Por entonces compuso el célebre párroco de San Andrés, de Sevilla, D. José María Roldán, uno de los poetas de la pléyade sevillana de finales del siglo XVIII, un libro que rotuló El Ángel del Apocalipsis, manuscrito hoy en la Biblioteca Colombina. Roldán en algunas cosas da la razón al Padre Lacunza; en otras muchas difiere, defendiendo, sobre todo, que el anticristo ha de ser persona humana y no cuerpo político y que el Reino de Jesucristo durante el milenio ha de ser espiritual en las almas de los justos y no temporal y visible. Al mismo parecer, que pudiéramos llamar milenarismo mitigado, se acostó D. José Luyando, Director del Observatorio Astronómico de San Fernando, que envió a Roma un comentario escrito sobre el Apocalipsis, sin lograr licencia para la impresión, aunque se alabó su piedad y buen deseo.
Ni fueron estas solas las semillas que dejó el libro de Josafat-Ben-Ezra. Todavía en estos últimos años reapareció lo sustancial de su enseñanza, aumentado con otras nuevas y peregrinas invenciones, en un libro del Arcipreste de Tortosa, señor Sanz y Sanz, intitulado Daniel o la proximidad del fin del siglo, obra que fue inmediatamente prohibida en Roma por las mismas causas que la del P. Lacunza y además por querer fijar fechas a los futuros contingentes, anunciando, entre otras cosas, el fin del mundo para 1895 y dando grandes pormenores sobre el reino de los milenarios, hasta decir que “en él será restituida al hombre en toda su pureza la imagen de Dios con que fue criado y que llegará a ser perfecto y hermosos, como lo era Adán al salir de las manos de Dios”.


Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles libro VI, Adición al capítulo 4, edición nacional de las obras completas de Menéndez y Pelayo, CSIC, Madrid 1947, tomo V pág. 476-481.

viernes, 2 de abril de 2021

Los mil doscientos sesenta días, los cuarenta y dos meses o los tres años y medio


Los mil doscientos sesenta días de 11,3 y 12,6 corresponden exactamente a los cuarenta y dos meses (cada uno de treinta días) de 11,2 y 13,5. En 12,6 se dice que la permanencia de la mujer en el desierto, de que se habla en 12,1, tendrá la duración de mil doscientos sesenta días (el equivalente de tres años y medio, en años de trescientos sesenta días); en 12,14 se dice luego que tal duración será de «un tiempo, tiempos y medio tiempo»; la comparación de los dos pasajes nos permiten concluir que por «un tiempo» hay que entender un año; y por «tiempos» (número dual en el origen griego) dos años. Son, pues, tres indicaciones cronológicas diversas que designan el mismo espacio de tiempo y se refieren concretamente al período de la actividad del Anticristo[1], de la gran tribulación de la Iglesia[2]. También en otros pasajes del NT se habla del período de tres años y medio como de tiempo de desgracia. Así, según Lc 4,25 y Sant 5,17, la gran sequía producida por el profeta Elías como castigo de Dios[3] tuvo la duración de tres años y medio, circunstancia que el AT no precisa.

El uso que el Apocalipsis hace de la cifra tres años y medio, o mil doscientos sesenta días, o cuarenta y dos meses, proviene del libro de Daniel, donde señalan el tiempo de la gran tribulación de Israel (de junio de 168 a diciembre de 165 a.C.) durante el reinado de Antíoco IV Epífanes, quien se había propuesto borrar por completo toda huella de religión judía. Según Dan 7,25 (y 12,7), los santos del Altísimo serán entregados en manos de este rey, simbolizado en el cuerno pequeño, por el espacio de «un tiempo, tiempos y medio tiempo». Según 9,27, la misma tribulación, y en particular la desolación del templo, dura «media semana». Las cifras empleadas en 8,14 y 12,1ls para indicar los días nos dan la certeza de que «un tiempo» en 7,25 significa un año, y la «semana» de 9,27 es una semana de años.

Wikenhauser, Alfred, El Apocalipsis de San Juan, Herder, Barcelona 1969, págs. 147–148



[1] Ap 13, 5

[2] Ap 7, 14.

[3] IRe 17, lss